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EXPOSICIÓN

MÁS SOBRE JOSÉ MARÍA YTURRALDE

“Hacer obras que sean como esas quince piedras del Ryoan-Ji que son,
más que un objeto en si mismo, un elemento de meditación”.
José María Yturralde


José María Yturralde, muy visible a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta –la época en que uno, todavía adolescente, empezó a evolucionar por la escena del arte español–, ha quedado fijado en los manuales como el pintor de la geometría imposible. Algunas de sus obras de aquel entonces son deudoras de las de Victor Vasarely, el padre del op art. Otras desarrollan un programa mucho más personal, con conexiones con las propuestas de un figurativo a trasmano como el holandés Escher. Inicios de una trayectoria. Inicios que esta claro que tienen bastante poco que ver con aquello en que el artista ha devenido con el paso de los años, con ese segundo Yturralde para el conocimiento del cual –y para la revisión de los aludidos manuales– creo que va a ser muy importante esta retrospectiva del IVAM. Y a la vez, una gran lógica reina en ese devenir. En la retrospectiva la obra de los sesenta convive, sin mayor problema, con la de este fin de siglo. Descree de bastantes cosas en las que antes creyó, pero no resulta difícil detectar ciertas fidelidades básicas.

Fidelidad de Yturralde, por ejemplo, a un cierto background valenciano, que podríamos; personificar en dos instituciones, tan venerables como el Colegio del Patriarca, y el Colegio Mayor San Juan de Ribera de Burjasot; y en dos personajes únicos, el padre Alfons Roig, que volvió a ser para él el guía por el laberinto de la modernidad artística que unos años antes había sido para Eusebio Sempere, y el profesor José María López Piñero, otro de sus primeros mentores, al que debe parte de su interés por la ciencia, y al que, a modo de homenaje, hemos incorporado a la nómina de colaboradores del presente catálogo.

Fidelidad, dentro de ese mismo background, al marco geométrico propuesto por Sempere y por el resto de los miembros de Parpalló, el primer grupo en plantearse las cosas, en la Valencia de la segunda mitad de los años cincuenta, en clave geométrica, constructiva, experimental, normativa, como se decía en torno a 1960. (Unos años después, 1968-1969, Yturralde coincidirá con Sempere, y con Vicente Aguilera Cerni, el crítico de Parpalló, en la efímera aventura colectiva de Antes del arte. También les debe a su predecesor, y al colaborador de éste, Abel Martín. su iniciación en el ámbito, tan frecuentado por él, de la serigrafía.)

Fidelidad a París, que –también como para Sempere una década antes– fue para él la primera ventana desde la que asomarse al mundo, un mundo que enseguida iba a tener la oportunidad de contemplar desde otro punto de vista, el que le proporcionó una estancia en la ciudad alemana de Stuttgart, estancia más dura, pero también con su importancia para el ensanchamiento de sus conocimientos respecto de la cultura moderna.

Fidelidad, tambiérn a Cuenca, que en su caso, además de la ciudad natal, pronto abandonada, es la del decisivo encuentro con Fernando Zóbel, Gerardo Rueda y Gustavo Torner, los tres artífices principales del Museo de Arte Abstracto Español de las Casas Colgadas, donde José María Yturralde y Jordi Teixidor, su entonces inseparable amigo, conocido en San Carlos, trabajaron como conservadores, antes de que abriera sus puertas, lo que en 1966 les valdría el ser los benjamines del grupo inmortalizado por Fernando Nuño, el día de la inauguración, en una fotografía generacional que es ya un tópico, al modo que puede serlo, para una generación anterior, la del banquete madrileño a Hernando Viñes de 1936. Fidelidad a esa “ala lírica” definida por Juan Antonio Aguirre en su libro Arte último (1969). Homenaje a la memoria de sus miembros ya fallecidos. Reconocimiento de una deuda perenne con sus puntos de vista, tan oxigenantes en la España de vía estrecha de aquel tiempo; con su apertura a la cultura oriental; con sus bibliotecas, también, y muy especialmente con la de Zóbel.

Fidelidad, por último, a aquellas abstracciones de los cincuenta, a las ascéticas materias de Tàpies –del Tàpies, sin ir más lejos, de Grande Équerre, uno de los cuadros que lo representa en esa pinacoteca– o del Torner glosado por Juan Eduardo Cirlot, obras en las que se apoya la suya de mediados de aquella década; a descubrimientos norteamericanos –el ala meditativa del expresionismo abstracto– o europeos –el espacialismo– propiciados por el siempre entusiasta Zóbel y sus compañeros de más o menos grupo.

El Tapies más despojado, el Torner de los relieves binario, el Gerardo Rueda de los marcos y los bastidores –él también trabajará la madera– el contructivismo sensible de Ben Nicholson, el espacia-lismo de Lucio Fontaria o Piero Manzoni, el op art de Vasarely –al que Sempere había tratado en el París de los años cincuenta– son efectivamente las referencias principales del Yturralde de aquellos primeros años. Del Yturralde que tras unas primeras tentativas enormemente tapiescas se va a un estilo más neutro, con el que crea “estructuras”, “tensiones lineales”, “movimientos divergentes reposados” o “situaciones intensas en el espacio”. Del Yturralde que celebra individuales en la Sala Mateu (1966) valenciana, y en la Galería Edurne de Madrid (1967), principal plataforma por aquel entonces de la Nueva Generación, grupo impulsado por Juan Antonio Aguirre, al que él se incorpora, y para la mayor parte de cuyos miembros –con alguna excepción notable, como la de Luis Gordillo- fue asimismo determinante la influencia de los “conquenses”.

Me he referido antes, a propósito de José María López Piñero, al ámbito de la ciencia. La preocupación por el mismo resulta especialmente patente durante dos períodos clave de la trayectoria de este artista en cuyo estudio, como lo ha señalado mi compañero de comisariado Daniel Giralt-Miracle, abundan los libros de física, óptica y cristalografía.

El primero de esos dos períodos suyos cientifistas fue aquel en que pintó sus “figuras imposibles” –basadas en la falsa perspectiva– y realizó algunos objetos cinéticos, se convirtió en uno de los integrantes del mencionado grupo Antes del Arte –impulsado por Vicente Aguilera Cerni, y que ha sido evocado recientemente por José Garnería, en una exposivión que tras un periplo americano pudo contemplarse en el IVAM–, fue uno de los creadores seleccionados en la muestra sevillana Arte y ciencia (1968), participó en la aventura de los seminarios “Generación automática de formas plásticas”, en torno a las Formas computables, seminarios que tenían por marco el Centro de Cálculo de la Universidad Complutense, y celebró individuales madrileñas tan sonadas como las que tuvieron por marco la desaparecida Galería Eurocasa (1968) de la calle de Claudio Coello, la Galería Sen (1971) y el Museo de Arte Contemporáneo (1973), entonces ubicado en los bajos de la Biblioteca Nacional.

El segundo período cientifista de su obra fue aquel otro, que duró prácticamente toda la segunda mitad de los años setenta y la primera de los ochenta, en que Yturralde, desechando por un tiempo el campo del cuadro, y tal vez acordándose de la Escuela de aeromodelismo de la Zaragoza de su infancia, construyó sus audaces Estructuras voladoras, con el deseo de que se integraran “en la sutil materia que fluye”, y de que en ellas coexistieran lo matemático, y lo poético.

Presente durante el curso 1975-1976, y gracias a una beca de la Fundación Juan March, en el prestigioso Center for Advanced Visual Studies del MIT (Massachusetts Institute of Technology), donde Giorgy Kepes y Otto Piene impulsaron un cinetismo abierto –entonces R. Buckminster Fuller se convierte en uno de sus faros–, interesado por el universo de la holografía –en l979 colaboró en este campo con el Laboratorio de Óptica de la Facultad de Física de Valencia– e impulsor luego, en la Facultad de Bellas Artes, del colectivo Laboratorio de Luz, hoy, en cualquier caso, Yturralde mantiene con la ciencia una relación bastante más distendida, por decirlo de alguna manera, que en pasado. Las preocupaciones cientifistas, en efecto, aunque no han desaparecido de su proyecto, han terminado quedando relegadas a un plano secundario, desplazadas por su fe, anterior a las mismas, en el prestigio de la pintura pura, y por una muy rothkiana voluntad de ascesis, de alcanzar lo sublime.

En 1986, en el catálogo de su individual Spatium Temporis, celebrada en la sala, hoy desaparecida, que tenía la Caixa de Pensions en Valencia, junto a Correos, Daniel Giralt-Miracle aducía, a propó-sito de la entonces recentísima vuelta a la pintura de Yturralde, con el que había estado en estrecho contacto durante el período cientifista, una frase de Barnett Newman que hablaba de pintura y pasión. Sin duda Newman es un pintor que acompaño siempre –al igual que Rothko– al conquen-se, y sin embargo está claro que en la época de las Figuras imposibles, de Antes del arte, de Arte y ciencia, del Centro de Cálculo, no hubiera tenido demasiado sentido hablar a propósito de esta obra, de otra cosa que de cuestiones formales, de cuestiones de método, y por lo tanto no hubiera tenido demasiado sentido citar una sentencia del autor de The Sublime is Now, una sentencia, para más inri, en torno a la pasión. Las cosas, en 1986, empezaban a planteársele al pintor de otro modo –ver por ejemplo un cuadro como In illo tempore–, y el crítico barcelonés, al elegir aquella frase, lo acen-tuaba de un modo manifiesto. La pintura, por de pronto, volvía a comportar una emoción, una inme-diatez –desde el punto de vista de la factura– que él se prohibía a sí mismo, en la época de las Figuras imposibles. “Yturralde –escribe Giralt-Miracle– ha querido recuperar unos elementos enraizados en su individualidad, hablar con el lenguaje de los sentidos y, sin eludir su denso bagaje teórico, dotar a su pintura de nueva energía y vibración.” Y también: “en este momento y a pesar del predominio de la gramática constructiva o geométrica, está más cerca de la poética de un Rothko [...], que del mismo Yturralde de hace unos diez años.”

Admirable caminar último de este Yturralde que ha accedido a un estadio superior de su evolución, estadio en que logra una síntesis nueva, en que todo –geometría, ciencia, ortogonalidad– queda desbordado por una excepcional ansia de equilibrio y de pureza, que lo emparenta con los minimalistas, pero todavía más, más atrás en el tiempo, con Mondrian, Malevich y otros pioneros de la abstracción, impregnados de una voluntad metafísica que otros que vendrían después pondrían en tela de juicio, y estoy pensando, por ejemplo, en el argentino Tomás Maldonado –maestro de Giralt-Miracle en Ulm– y su por lo demás interesantísimo escrito de 1953 “Vordemberge–Gildewart y el tema de la pureza”, aparecido en su revista Nueva Visión, y recientemente recogido en su recopilación de Escritos preulmianos (Infinito, Bucitos Aires 1997).

1990, nueva individual valenciana de Yturralde, ésta en una galería privada, Theo-Valencia, hoy La Nave. Obra del período 1987-1989, con especial peso de este último año. Cuadros construidos en base al cuadrado, una figura a la cual, como su admirado Albers, podría homenajear, aunque en aquel tiempo él tuviera tendencia a romper la ortogonalidad con ciertos desplazamientos, con ciertos giros. Cuadros luminosos, esplendentes. Azules dentro de azules. El Tiempo ausente –un título que es todo un programa–, la Ausencia vertical, el Reflejo divergente, los Elusivos límites. Azules, interrumpidos por líneas rojas –Memoria de la noche– o verdes. Diálogo, en algún caso, entre colores complementarios: por ejemplo, en Bételgeuse, Púlsar o Estructura roja, los tres en rojo y verde. El amarillo de Sirio o de Espejo del tiempo I. Una serie de título bien expresivo: Constancia de lo inestable. Lúcido texto de su autor en el catálogo, planteando las cosas en términos de orden y caos, y proporcionando al lector referencias contemporáneas –al neo-geo norteamericano Peter Halley, del cual al año siguiente verá su exposición en el Capc de Burdeos, o al alemán Gerhard Merz–, pero también a Paolo Uccello, artista de su museo imaginario, de un pasado siempre visto como presente…

Una exposición fundamental en la trayectoria yturraldesca, fue la que tuvo por marco, en 1996, la Sala Parpalló, y que fue organizada como consecuencia de habérsele otorgado, el año anterior, e1 Premio Alfons Roig, recibido por él con la emoción imaginable. En ella pudo apreciarse, a través del desarrollo de sus Preludios –el primero, en blanco y amarillos, de 1991–, Eclipses e Interludios, la profundidad e irreversibilidad del proceso de depuración y ascesis en que se hallaba embarcado, su capacidad para hacer cuadros cada vez más vacíos, más despojados, más inelocuentes, menos “programados” y “sistemáticos”, de los que un extraordinario ejemplo lo constituye el Interludio (1996) en negro y naranja –gran superficie negra, y luz naranja en los bordes: el planteamiento será cada vez más habitual en él–, adquirido entonces por el IVAM, donde venía a sumarse a una figura imposible monumental, y a un relieve azul del tiempo de Nueva Generación, incluido en la Donación Juan Antonio Aguirre.

Mi texto para el catálogo de aquella exposición de la Sala Parpalló lo titulé sencillamente: “Reencuentro con Yturralde”. Reencuentro personal, propiciado por mi trabajo en Valencia, iniciado el año anterior: se trataba de alguien a quien había conocido en 1968, en el arranque mismo de mi trayectoria profesional, de quien hacía mucho que no sabía nada, y del que había llegado incluso a pensar que había abandonado por siempre el campo de la pintura, en el cual, sin embargo, pude comprobar que estaba más decidido que nunca a dar la batalla, con renovadas energías. Reencuentro, y esto segundo creo que a la postre es mucho más importante, en torno a ciertos asuntos, que a los dos nos interesan. Y muy especialmente en torno a la fe en lo que Juan Gris, tan grande en su humildad, llamaba, en el título de su célebre conferencia de la Sorbona, las “posibilidades de la pintura”. Mark Rothko: a todas luces, el principal faro del Yturralde fin de siglo. Por él “adquirido”, al igual que Barnett Newman, en los tiempos de Cuenca –recordemos la importancia que el ejemplo rothkiano había tenido para la formación del propio Zóbel, que según confesión propia se convirtió a la abstracción tras contemplar una exposición suya en Providence–, el ruso-norteamericano le confirma en el camino de la pintura pura, y a la vez le impulsa a desarrollar para ésta lo que podríamos llamar un programa metafísico.

De la lectura de los muy interesantes diarios de Yturralde, una amplia selección de los cuales se publica por vez primera en el presente catálogo –algo que le confiere a éste un carácter único, ya que no resulta nada frecuente que escriban diarios nuestros artistas, no pocos de los cuales tienen a gala su condición de seres ágrafos–, de esa lectura cabe deducir que efectivamente Rothko es una de sus referencias constantes. Las páginas sobre la retrospectiva organizada por la National Gallery de Washington, que luego viajó al Whitney Museum de Nueva York, y que él tuvo ocasión de contemplar en el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, resultan bien explícitas en ese sentido. “Es imprescindible ver ahora a Rothko”, leemos en la entrada correspondiente al 25 de marzo de 1999. Y en la correspondiente al 29 del mismo mes: “Ojalá fuera capaz alguna vez de realizar algo con la profunda claridad de Mark Rothko.” Estos diarios también nos permiten saber de otros muchos intereses de su autor. Interés por los espacios espirituales del gran arquitecto Luis Barragán, dos de ellos por él conocidos, vividos en directo, durante una reciente estancia en México. Por la arquitectura contemporánea, en general. Por la grata compañía de la música de todos los siglos, algo que no puede extrañarnos en alguien que ha pintado Preludios. En la segunda mitad del nuestro, por la de Morton Feldman, compositor que, como lo comprobamos repasando la recopilación de sus Écrits et paroles (L’Harmattan, París 1998), ordenada y prologada por Jean-Yves Bosseur, escribió de un modo admirable sobre la pintura de Rothko, Kline, Guston y otros de sus amigos, de la que tantas enseñanzas supo extraer. Por otros muchos compositores modernos, incluido el vanguardista mexicano Silvestre Revueltas. Por el modo intuitivo en que se plantea su relación con la geometría un pintor que le precedió en la galería I del IVAM, el suizo Helmut Federle. Por los pólenes de Wolfgang Laib. Por la luz de James Turrell. Por las Nymphéas de Monet. Por Tintoretto. Por la poesía japonesa y sus formas breves: uno de sus cuadros recientes se titula Haiku del Norte. Por la filosofía de Xavier Zubiri. Por los cuadros de extrema pureza de un great minor painter italiano todavía no todo lo conocido que debiera serlo, el geómetra y antes metafísico Antonio Calderara, un nombre descubierto por él en los años setenta gracias a Jesús Rafael Soto, y reencontrado en directo, este mismo año, en las paredes de Charpa. Por ese libro único en su género –¡sus páginas sobre Venecia y el chapoteo del agua sobre el mármol!– que es el Diario de un pintor (1984), el primero de los títulos, de Ramón Gaya editados por Pre-Textos. Por el universo del zen, y muy especialmente por ese lugar esencial que es el jardín de arena del Ryoan-Ji de Kyoto, que durante la segunda mitad de este siglo se ha constituido en referencia común a creadores tan diversos entre sí como pueden ser Tapies, Jorge Oteiza, Octavio Paz o John Cage, y del cual él se acordó, en l996, cuando cifró en quince los lienzos que integraban la serie central de su mencionada exposición en la Sala Parpalló…

Dentro de la lógica dispersión de un diario –de la vida misma que un diario trata de reflejar, con toda su complejidad– hay una gran coherencia en la trama que dibujan estos intereses variados. Como “bajo continuo”, por decirlo de alguna manera, la práctica cotidiana de la pintura, del taller, práctica respecto de la cual se nos proporcionan aquí multitud de detalles exactos, en una personalísima mezcla de prosa, con sus momentos de vacilación y duda, y de exaltación casi mística, de certidumbre de estar en el buen camino. Más el pulso a lo nuevo, a las preocupaciones e ilusiones de las generaciones emergentes, que proporciona la responsabilidad de ser catedrático en una Facultad de Bellas Artes, con el tedio, también, las impaciencias, los malhumores, la desesperación, incluso, a veces, que ello comporta.

Volviendo a la pintura misma, una pintura que el conocimiento de los intereses arquitectónicos, poéticos o musicales de su autor que nos proporcionan sus diarios nos ayudan a entender mejor, me parece evidente que la última sala de la exposición que el presente catálogo documenta, constituye la culminación de la trayectoria de Yturralde hasta la fecha, y una suerte de manifiesto estético suyo, en este fin de siglo, y en esta hora en que se celebra esta muestra, la más importante, sin duda alguna, de cuantas ha realizado hasta la fecha. Pura luz que vehicula color, pura pintura sin límites, en la que las formas se disuelven, los grandes lienzos de quietud, casi vacíos, y sin apenas composición, que la integran, presididos por un tríptico, esos grandes lienzos que hasta ahora el pintor ha tenido que ver en el espacio limitado de su taller de Alboraya, y que sólo ahora adquirirán su pleno sentido, componen –se ve muy bien en su maqueta de trabajo para la muestra– como una suerte de capilla, con la de Rothko en Houston siempre en la memoria. El antiguo geómetra y antiguo miembro de grupos es hoy un pintor solitario y “sin adjetivos”, que se pone a sí mismo metas cada vez más altas, que desea, por decirlo con la célebre y para mí maravillosa frase rothkiana, “expresar emo-ciones humanas básicas” o, por emplear sus propias palabras, hacer “más que un objeto en sí mismo, un elemento de meditación”. Alguien que para dar realidad a esas propuestas se vale del color, de colores atmosféricos, aéreos, espolvoreados –casi cerca de Wolfgang Laib…–, de colores-luz, absolu-tamente desmaterializados, que ocupan, all over, la superficie, la gran superficie, del modo más leve y transparente posible. Alguien que aunque dedica mucho tiempo. como puede comprobarse por su diario, a cuestiones de “cocina”, no quiere que la pintura se quede en el plano de lo formal, sino que desea –y a mi modo de ver, logra, como pocos lo logran– insuflarle una dimensión metafísica, espiritual. Alguien que tiene muy claro, con George Steiner, gran crítico literario, e inesperado admirador de los esplendentes y desolados espacios rothkianos, que el arte es soledad, intemporalidad, silencio, trascendencia, y que para construir una obra grande resulta absolutamente necesario huir de la banalización, del ruido y de la confusión y de la trivialidad epocales, de todas esas cosas invasoras, tan a la orden del día, y que amenazan el normal desarrollo de una actividad esencial y necesaria –al menos para algunos humanos– como es la pintura.

JUAN MANUEL BONET


ARTE Y CIENCIA EN LA VIDA Y OBRA DE JOSÉ MARÍA YTURRALDE
El problema de las llamadas “dos culturas”, junto a un reducido núcleo de estudios rigurosos y lectura indispensable, ha motivado una interminable serie de acercamientos triviales que lo han degradado hasta convertirlo en un tópico manido. La reiterada contraposición del “arte” y las “humanidades”, por un lado, y de la “ciencia” y las “técnicas”, por otro, responde a un planteamiento completamente falso. Los intereses socioeconómicos y los condicionamientos ideológicas son los únicos soportes de esta esquizofrenia cultural, que desconoce de manera arbitraria la condición radicalmente integrada del ser humano y sus actividades.

Cuarenta años de amistad con José María L. Iturralde me han proporcionado el privilegio de compartir una experiencia –es decir, una enseñanza adquirida con el uso, la práctica y la vida- que nos ha evidenciado la profunda sinrazón de la citada esquizofrenia. Desde sus años de estudiante, Iturralde ha sido un prodigioso dibujante de la figura humana. Los que conozcan su obra de manera parcial, quizá piensen que ello pertenece a una mera fase inicial, cuyo contenido fue pronto superado y olvidado. Sin embargo, la preocupación por la “veracidad” de la figura humana ha sido una de las infraestructuras constantes de toda su trayectoria. Baste anotar como hecho significativo los meses de intenso trabajo que, en plena etapa de las “figuras imposibles”, dedicó al estudio del rico fondo de ilustraciones anatómicas, desde el Renacimiento hasta el siglo XX, existente en la Biblioteca Histórico-médica de nuestra Universidad. Mediante la ósmosis de vivencias que solamente posibilita la amistad, aprendí entonces varios supuestos básicos acerca del arte, que en mi memoria están estrechamente asociados a la lectura conjunta de las Cartas a Théo, de Van Gogh, y al “descubrimiento” de cómo se había esforzado Gaudí por conocer la anatomía del cuerpo humano.

Frente a los visiones del arte basadas en la intuición, o sea, en “la capacidad de comprender las cosas sin razonamiento”, Iturralde ha sido siempre un consciente seguidor de una concepción fundamental que corresponde exactamente al título del tratado Pintura sabia (c. 1660), de Juan Rizi, que se ocupa sucesivamente de la geometría, la perspectiva y la anatomía. Dentro de este marco, ha optado por una vía muy definida, que parte claramente de la cosmovisión neoplatónica del que la vieja historiografía alemana llamaba “Alto Renacimiento”, sintetizada por Leonardo da Vinci en su famosa frase “saper vedere le ragioni matematiche della realtà”.

La capacidad intelectual de percibir las “razones” matemáticas con la mirada exige un instrumento para expresarlas con el dibujo y la pintura. En su etapa de las “figuras imposibles”, Itarrulde usó como instrumento la perspectiva, “brida y timón de la pintura” según el propio Leonardo. Para actualizarlo plenamente y poder recrear la expresión, estudió con detenimiento los nuevos supuestos y recursos de la perspectiva propios de la geometría de la segunda mitad del siglo XX.

Cuando consideró agotada esta etapa, pasó a otra que, en mi opinión, puede ser llamada de “construcción de estructuras” armónicas e ingrávidas, a gran escala, que quizá culminó en la que llevó a Venecia. Cuando ya tenía un amplio prestigio internacional, esta nueva etapa, tan a contracorriente de los motivos consumistas, no significó un cambio de vía, sino de instrumento. Consistió principalmente en el paso a primer plano de la obra De divina proportione (1509), de Lucca Paccioli, el matemático coetáneo de Leonardo, quien ilustró su primera parte. Para actualizar la obtención de la armonía mediante relaciones matemáticas y recrear otra vez la expresión, Iturralde asoció los recursos de la geometría con los de la estática.

Acerca de su etapa actual, fruto de su incansable búsqueda de nuevas opciones, solamente me atrevo a decir que, a pesar de su coherencia con las anteriores, implica una variación cualitativa. El interés por el color y el esfuerzo por asimilar este capítulo de la óptica ha sido otra infraestructura constante a lo largo de toda su trayectoria artística. Estamos en el 250º aniversario del nacimiento de Goethe. ¿La actual fascinación de Iturralde por el color tiene alguna relación con el peculiar platonismo de Zur Farbenlehre (1810)? No estoy en condiciones de contestar a esta cuestión. Como mínimo, necesito el futuro inmediato de nuestra vieja amistad.

JOSÉ MARÍA LÓPEZ PIÑERO

EXPOSICIÓN